lunes, agosto 22, 2005

Conclusión - no se que número -

Hay cosas en la vida que no se ven claras hasta que se está lo suficientemente lejos de ellas.

jueves, agosto 18, 2005

CORAZÓN - CUENTO

De nuevo miré mis manos; las contemplaba en las mañanas como lo hacen los niños al descubrir que hay algo entre la libélula colgada y ellos; las volteaba, miraba cada uno de sus dedos, las gruesas uñas, las venas brotadas y volvía y las acariciaba con mis ojos. Definitivamente no iba a ser un día normal, durante mucho tiempo había esperado reunir fuerzas, convicción y sentimiento; había aplazado ya por quinta vez el momento en que ella sería del todo mía y la poseería por siempre.

Había, con gran maestría, memorizado cada parte de su ser: su sonrisa tímida e insegura, sus labios carnosos que terminaban en un pliegue grueso; como sus senos firmes daban forma a la camisa cuando ella se dirigía a la tienda a comprar el diario y como notaba yo que por cosas de los afanes salía sin brasier y sus pezones con areola a bordo lograban que mi fantasía dejara de suponer para comenzar a imaginar lo que haría con ellos cuando los tuviera en mi boca. También había memorizado la forma como la sudadera se le metía delicadamente entre las piernas y como sus caderas de mujer de ascendencia negra terminaban en unas nalgas redondas, y que sólo imaginárselas al tacto, ya sea con las manos o con los muslos propios cuando se realiza la penetración, me bastaba para horas de deleite y de no levantarme de la cama. Suspiraba continuamente por el olor de su sexo, pues este me había hechizado y talvez es por eso que ahora esta malsana obsesión me tiene en esta situación tan comprometedora pero tan definitiva. Lo de el olor de su sexo, no ocurrió porque yo la haya poseído alguna vez o que ella haya cedido a mis encantos, no (no es que yo sea un hombre poco atractivo, he tenido cierto éxito con las mujeres y ellas a su vez conmigo, lo que esta vez se sale de todo presupuesto, o talvez hasta conjetura y premonición sobre mí). Había presentido el olor de su sexo, su suave, delicado y carnoso sexo, la vez en que en una fiesta del barrio logré salir a bailar con ella; conversamos cortésmente, sus senos rozaron mi pecho y noté que yo no le era indiferente; mas aprecié astutamente que no obtendría nada más, sólo una canción, la oportunidad de bailar cerca y el olor de su sexo detrás de la oreja, donde su pelo y su delicada transpiración emulaban el paraíso que por fin esta tarde será mío.

Debo confesar que esa es la base y clave de mi locura: su olor y su sexo. Llevo tres años, mirándola, observándola, memorizándola y anhelándola cada noche y esta tarde, justo una semana después de que ella ha cumplido 21 años, será mía y nunca más dejará mi serlo.

He planeado todo. Luego de que llegue de la universidad, irá a la tienda a comprar lo del diario; a eso de las cuatro de la tarde. Yo estaré ahí, la invitaré a tomar algo, con precaución pondré un sedante en su bebida y dejaré que haga efecto (esto lo he aprendido luego de que en mi curso de veterinaria me enseñaran a operar animales, he leído unos cuantos libros para comprender como actúa en humanos y ya tengo las dosis correctas, para su edad y peso, para que nunca sepa que pasó, para que nunca se dé cuenta cómo sucedió). La ayudaré llevándola a mi casa y entonces, cuando esté completamente anestesiada, empezaré a hacer los cortes: unos en sus senos, otros delicados en su abdomen, unos profundos en sus glúteos, otros en su sexo (debe estar aún viva cuando haga esto para que su olor no se pierda con el frío de los muertos); unos ligeros en sus muslos, y otros tantos cortes que he planeado. Dejaré que los trozos de carne escurran un poco la sangre, y luego los comeré con tal calma y delicadeza que espero haber terminado este extraño rito que he inventado - o que ella me ha inspirado -, a eso de las cuatro de la mañana. Lo que sí tengo claro en todo esto es que terminaré ingiriendo, con una copa de su sangre, el último trozo del pedazo que nunca pudo ser mío, su corazón.

Sin Sentimiento

Veo tu estatua la que esculpí en mis recuerdos,
leo las memorias y las antiguas epopeyas,
toco tu frío brazo tratando que el sentimiento
penetre tu mirada de piedra

martes, agosto 02, 2005

No moría - Cuento

Esa mañana lleno de tedio se dio cuenta de que una vez más no había muerto; había rogado a todas las deidades en el cielo, en la tierra y en los abismos del infierno para que vinieran por él y se lo llevarán y dispusieran de su cuerpo y de su alma; el mundo de los vivos no era su preferido, quería recorrer con Hades los confines del inframundo. No quería vivir más, estaba cansado de lo agónico de su vida, de no poder cambiar la realidad, de verse frente al espejo y no cambiar nada, se había cansado de verse en ese cuerpo caminar hacia el trabajo, de que sus impulsos cerebrales movieran cada uno de los puntos de su cuerpo, de sentir el aire penetrar en sus fosas nasales y calentarse camino a los pulmones. Quería y añoraba ser etéreo, fugaz, escurridizo y verlo todo , conocerlo todo. Había leído muchos libros de metafísica, ciencias ocultas, magia blanca, magia negra, desdoblamientos, salida astral, meditación, proyección, ubicuidad, santería, en fin, había leído tanto que parecía un nuevo Quijote en donde los libros de caballería habían sido reemplazados por aquellos que estaban relegados a gente curiosa, ingenua, inteligente o como se les quiera calificar.



El hecho era que Juan no lograba morir, y después de que llegó la crisis profesional a su vida y no supo usarla para morir a la larva y renacer como mariposa, decidió dejarse ir, echarse a morir y esperar que la muerte lo encontrara . Todos los días la llamaba, se vestía para ella y al mirarse al espejo pensaba: - ¿Será que si me acuesto de este ángulo me veré mejor para ella y vendrá por mí?. Todos sus negocios habían fracasado, la relación con su familia se reducía a la pension que mensualmente le consignaban para no tener que saber nada más de él. La vida de Juan era ya poca cosa, incluso había intentado suicidarse pero carecía de dos cosas importantes: la suficiente cobardía para dejar de vivir y el suficiente valor para atentar contra sí mismo.



Juan se había convertido en alguien pusilánime; pasaba las noches en su sillón, tratando de abandonar su cuerpo y de repetir la experiencia astral que alguna vez creyó sentir ; alguna vez se encontraba intentando esto, cuando por un momento se vio tendido en la cama y alrededor de él un matorral infinito donde cada una de las hierbas agujereaba su etéreo y transparente cuerpo. Juan vivía en función de la muerte, de lo oculto a sus ojos ; Juan se acostaba cada noche y por siempre esperó la muerte que lo había alcanzado en ese sillón pero que nunca le contó en qué momento y en qué instante se lo llevó.