Recién llegué al hotel, decidí con todo el
agotamiento del día dar descanso a mi cuerpo, fue un día de reuniones, presión,
pedir cuentas, dar cuentas, argumentación, pasos presurosos y mucho celular.
Estaba exhausto, las ideas se amontonaban y me abrazo el sueño.
A eso de la media noche, el drywall que
separaba mi cama de la habitación contigua, comenzó a empujar mi lecho, meciéndose
al vaivén del empuje de las caderas de la pareja del cuarto vecino, eran los
gemidos típicos de la faena, la mujer guiando a su pareja en la forma en que
deseaba ser descifrada y el hombre buscando como lograr que se rompa el
misterio que hace una mujer exhale todo su perfume al momento de quebrarse y entregarse
por completo.
Hacía mucho tiempo no era un testigo inerte
y semi-presencial, pero esto me dejo alterado, mi mente divago por tantos instantes,
su silueta acariciada por los rayos de Luna, su nariz de punto, su porte de
reina amazona, que no aguante y salí a caminar.
La fría y oscura ciudad dormía, cubierta de
penumbra, con carros que se alejaban a gran velocidad y pasos que buscaban
alejarse de mí, y de mi mirada inquisidora, veía sus senos, recordaba su olor,
sus pasos por el cuarto, las ondulaciones de su cabello en mis dedos y su
mirada en búsqueda de aprobación para el siguiente paso, cada vez más me
intoxicaba más su presencia y mi caminar más acelerado.
Sus besos, y el arquearse de su espalda, no
dejaban de recordarme su romperse en mil pedazos para yo después recogerla,
juntarla y saberla eternamente mía.
Era esta distancia y no saber si volvería a
verla, en esta ciudad que no reconocía, de caras brumosas, y tiempo aletargado.
Este tiempo en que la buscaba, sus palabras y manos que sanaban mi corazón,
ella estaba en algún lugar y yo caminaba
como un loco en este sueño en el que me sumergía, presuroso y distante, sin poderla
hallar.